Navidad

Hoy es 25 de diciembre de 2176. Escribo cuando el reloj me dice con voz hermética, de un modo hueco, que son las once de la mañana y mis manos, ateridas, apenas si pueden sostener el papel sobre el que dejo estas palabras.
Los temblores se suceden de manera constante y no deja de nevar. Es una nieve gruesa, tiznada por el polvo que cae copiosamente.
El termómetro analógico, situado sobre la mesa, marca con los destellos amarillentos de una batería a la que le queda poco, 60 grados bajo cero.
Es imposible hacer nada porque el frío impide casi cualquier movimiento. Además de ser un obstáculo, tampoco nos deja pensar con cierta lucidez. Nuestros cuerpos buscan una reacción con un calor que no existe entre aquellas paredes porque todo ha dejado de funcionar. Hasta Keppir, nuestro robot, creado para soportar situaciones extremas, dejó de servirnos al ser alcanzado por una cornisa de acero desprendida.
Los que pudimos sobrevivir a la catástrofe, aun salvando suficientes provisiones, tenemos pocas esperanzas por este frío que aumenta de forma insistente haciendo que nuestras miradas sean el único lenguaje que utilicemos, sólo acompañados por el lacónico chirriar de unos dientes que se mueven apretados. El sonido insistente y sordo de un viento que filtra un seco temor, y el efecto producido por las enormes nubes de polvo que nos hacen vivir en una continua noche, serán demasiado para unas mentes, las nuestras, cansadas, que se ven cerca de la desesperación, alcanzadas por el desánimo, sumidas por la ausencia de ilusiones.
Hace unos días, la rutina y tranquilidad eran el escaparate donde se veían los integrantes de este planeta en el que cada cual buscaba la manera de pasar las vacaciones de navidad como todos los años. Con alegría para muchos y cierta nostalgia y tristeza para otros por ser unas fechas tan señaladas.
Estábamos aquí, en la base instalada en un lugar remoto para realizar experimentos científicos. Alejados de la civilización en el pequeño, pero suficiente, laboratorio donde investigamos, por simulación, cualquier vestigio de vida en circunstancias extremas. Quizá, como en la que nos encontramos ahora.
Fue entonces cuando comenzó lo que inevitablemente será el final. Los hielos, que en millones de toneladas eran almacenados en los Polos, debido al inmenso estallar y al calor producido, se fundieron con tal rapidez que miles de ciudades quedaron inundadas en poco tiempo.
La causa de todas aquellas desgracias había sido el que varias bombas nucleares, de manera irresponsable, estallasen a la vez produciendo el caos y destrucción posterior.
Sólo quedó a salvo el refugio donde nos hemos instalado, pero la disminución drástica de la temperatura y la formación de enormes capas de hielo, amenazan con destruirlo por la fuerte presión y el peso.
El efecto producido, aterrador al principio, trágico luego y devastador después, provocó que la gran nube formada por las explosiones dieran lugar a una capa sucia que envuelve por completo al planeta impidiendo que el sol siga dándonos destellos de vida, los de siempre.
A pesar de todas estas desgracias, sacando fuerzas de donde no las hay, intentaremos celebrar el día de la mejor manera posible.
Entre las provisiones hay un poco de turrón deshidratado, varias botellas de esencia de licor y algunas píldoras con extracto y sabor a pollo.
Lo celebraremos con el temor a que un nuevo deshielo nos entierre y el deseo de que en algún otro sistema solar que albergue vida, hayan captado lo ocurrido y puedan socorrernos.
El tiempo es nuestro aliado y enemigo a la vez porque por un lado, nos permite seguir vivos, pero por el contrario, comprendemos que las distancias estelares son tan abismales que es difícil que alguna forma inteligente pueda llegar en nuestro auxilio.

autor Fermosell m.s.

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