Hablaba y se expresaba con ahínco. Su modo de relatar aquellos hechos le hacían tener una importancia sublime. Trataba de contar sus problemas y desdichas; la muerte inesperada y trágica de un ser querido. Refirió la pena de no poder hacer nada. La infinita ansiedad de preguntarse un por qué sin hallar siquiera una compasiva respuesta a sus desgracias. Lo decía todo sin dar tiempo a un deseado descanso que hiciese reposar a un pensamiento golpeado con desprecio.
Más se afligía cuanto mayor eran sus ganas por referir lo que le pasaba. Así, desde un comienzo que no pude medir con certeza, siguió hasta otro que fue muy amplio, continuado por unas palabras que salían disparadas, sin pausa.
De nuevo expresó su pena. Ahora cambió de persona, también lo perdía aunque de manera distinta. Era igualmente trágica, como si deseara que al ser más digna de un lamento me conmoviese. Lo hice a duras penas, no encontraba respuesta lógica a lo que ocurría, era todo como un sueño, casi no podía creerlo. Sabía que al no escucharlo podría desahogarse sin tener constancia de mi presencia, pero en nada le serviría porque continuaba con lo mismo, era como si el relato durase siempre, como el reflejo amargo de una vida que lo golpease continuamente.
En una ocasión, logró hacer que de mis ojos brotasen unas lágrimas por la compasión que sentía de un ser al que ni siquiera conocía. No pude contenerlas, brotaron solas, me había transmitido unos sentimientos que ya tenía, aunque estaban dormidos en un lugar donde a veces reprimimos las emociones, las que nos vienen impuestas desde un principio.
Le miraba, pero no podía hacer otra cosa que observarlo y compartir unos deseos amargos a los que no estuve invitado en ningún momento, o quizás sí, porque yo mismo, con mi presencia, me hice notar.
Luego pensé que realmente nadie puede enterarse bien de algo que está a medio empezar. Lo mismo que de aquella telenovela que sintonicé al cambiar de canal.
autor Fermosell m.s.
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