Quiso el destino que al nacer lo hiciese lejos de donde vivo, pero uno, en realidad, lo puede hacer en cualquier sitio cuestionado siempre por el propio destino o el deseo de sus progenitores, mas indudablemente se es del lugar al que pertenecemos, y bastan algunas horas para sentirse inundado, invadido por el acre sabor de la nostalgia cuando por diversas circunstancias nos alejamos echando pronto de menos a nuestras gentes, las calles, nuestro particular mundo para comprender al final que correspondemos al universo social donde nos movemos, ya sea de nacimiento o de adopción, y ese entorno es el que marca nuestras vidas. Dicen, también, que encomendándose a las ánimas benditas ellas harán que despiertes a la hora indicada sin necesidad de utilizar el reloj. De todas maneras, lo normal es que las referidas anteriormente, por lógica humana, tendrán cosas de mayor interés que hacer y no ser meros despertadores haciéndole, además, una desleal competencia a los de marca.
Cabría esta introducción para decir que aun poniendo el ya mencionado objeto a las ocho y treinta, desperté con dos minutos de antelación, y no sé bien si fue debido a ellas o a la intranquilidad de saber que tendría que madrugar. El caso es que una hora después comprobaba el nivel del aceite en una gasolinera próxima iniciado ya el viaje.
El tiempo casi nunca desea cooperar y en esta ocasión no iba a ser menos, pues aun siendo 17 de junio no se aclara lo más mínimo. La verdad es que entre todos estamos haciendo que cada vez sea más extraño e inestable, y por ejemplo, en estas fechas, metidos prácticamente en verano, llevamos tres días seguidos con lluvia casi permanente, y en ocasiones, hasta con frío intenso; todo ello en plena Costa del Sol.
Hoy parecía que iba a cambiar. Un poco del astro rey y quietud atmosférica daban una aparente sensación de calma, pero ahí, justo antes de tomar la desviación y dejar la provincia, asomó un cielo grisáceo y cubierto de un color oscuro que no presagiaba nada bueno.
Circulando a 150 kilómetros por hora, las gruesas gotas chocaban con violencia en el cristal delantero formando un espeso velo que sólo desaparecía por segundos gracias al trabajo incansable del limpia parabrisas. El presagio se había hecho realidad, pero de todas maneras aquello duró poco para quedar en nada momentos después, ya que unos metros más abajo, el cielo se abrió de nuevo y algún rayo de sol pidió permiso para salir a escena. Serían, supongo, nubes extrañas.
Escribo ahora junto al instituto, en la marisquería de Emilio, muy conocida aquí, situada en la calle donde tantas tardes jugué antaño. Fueron seis hermosos años de mi vida, los más bonitos quizá en este populoso y querido barrio.
Y fue el destino, nuevamente, el que no dejó que llegara a estudiar allí. No tenía edad suficiente y debí repetir curso en el colegio, luego se produjo un traslado y no pude probar sus aulas, corretear por los pasillos, hacer amigos y conocer a unos profesores que ya existían, pero de los que nunca tuve ni tendré conocimiento.
En la mesa hay una caña de cerveza fresca, es la tercera, un papel extendido que da cobijo a un cuarto de sabrosos langostinos y una pequeña bolsa de colines, un rico pan tostado que solamente he visto en la capital andaluza.
Miré a la gente que bebía y consumía distraídamente. Quise reconocer a alguien; fue como volver atrás en el tiempo y ver que sólo mi deseo quería moverse. Todo estaba cambiado, hasta las gambas eran otras.
Al salir, unos metros más adelante, paré otra vez y tomé asiento en un velador del bar Entre Mares donde hice acopio de algo sólido. Después continué el paseo entrando en aquel gran parque. Sentí paz viendo jugar a los niños y contemplando picotear el suelo a aquellas confiadas palomas mientras buscaban afanosamente algo de comida. Fueron instantes de sosiego en los que el ánimo se tornó más dulce y sereno llenándose, al mismo tiempo, de energía positiva. Busqué mi localidad entre la multitud y a diferencia de la vez anterior, ahora, estaba cubierta. Así, pude guarecerme de las incesantes gotas que empezaban a caer poniendo en peligro, quizá, el espectáculo.
Hacia veinte años que no pisaba aquel suelo; la animación iba en aumento y ya, antes de entrar, las personas, reunidas en miles, pululaban festivas canturreando y haciendo sonar sus trompetas, tambores y tracas.
El ambiente era digno de contagio y hacia que en el interior comenzase a tomar cuerpo un afán desmedido de triunfo.
La fina lluvia desapareció sin que nadie tuviese certeza. No llegó a cuajar del todo y el campo, como una alfombra tapizada, ofrecía un aspecto maravilloso.
Los graderíos, totalmente llenos, despedían calor por todos lados, al igual que los colores que se dejaban ver, el verde y el blanco que simbolizan una eterna esperanza. Luego, comenzó la contienda. Palmas y aplausos, vítores, mucha presión y algo que sobresalía con diferencia, el empuje de una fiel afición que derrocha coraje y ahínco por todos los extremos y que está allí para levantar y animar de un modo único.
Al acabar, en la mente de aquellos seres, sin tiempo para el desánimo, quedó grabada una frase; será otro año, pero no les abandonará la ilusión, algo que llevan impreso.
El viaje de vuelta, como la mayoría de ellos, se hizo más corto porque realmente había poco que celebrar.
Cabría esta introducción para decir que aun poniendo el ya mencionado objeto a las ocho y treinta, desperté con dos minutos de antelación, y no sé bien si fue debido a ellas o a la intranquilidad de saber que tendría que madrugar. El caso es que una hora después comprobaba el nivel del aceite en una gasolinera próxima iniciado ya el viaje.
El tiempo casi nunca desea cooperar y en esta ocasión no iba a ser menos, pues aun siendo 17 de junio no se aclara lo más mínimo. La verdad es que entre todos estamos haciendo que cada vez sea más extraño e inestable, y por ejemplo, en estas fechas, metidos prácticamente en verano, llevamos tres días seguidos con lluvia casi permanente, y en ocasiones, hasta con frío intenso; todo ello en plena Costa del Sol.
Hoy parecía que iba a cambiar. Un poco del astro rey y quietud atmosférica daban una aparente sensación de calma, pero ahí, justo antes de tomar la desviación y dejar la provincia, asomó un cielo grisáceo y cubierto de un color oscuro que no presagiaba nada bueno.
Circulando a 150 kilómetros por hora, las gruesas gotas chocaban con violencia en el cristal delantero formando un espeso velo que sólo desaparecía por segundos gracias al trabajo incansable del limpia parabrisas. El presagio se había hecho realidad, pero de todas maneras aquello duró poco para quedar en nada momentos después, ya que unos metros más abajo, el cielo se abrió de nuevo y algún rayo de sol pidió permiso para salir a escena. Serían, supongo, nubes extrañas.
Escribo ahora junto al instituto, en la marisquería de Emilio, muy conocida aquí, situada en la calle donde tantas tardes jugué antaño. Fueron seis hermosos años de mi vida, los más bonitos quizá en este populoso y querido barrio.
Y fue el destino, nuevamente, el que no dejó que llegara a estudiar allí. No tenía edad suficiente y debí repetir curso en el colegio, luego se produjo un traslado y no pude probar sus aulas, corretear por los pasillos, hacer amigos y conocer a unos profesores que ya existían, pero de los que nunca tuve ni tendré conocimiento.
En la mesa hay una caña de cerveza fresca, es la tercera, un papel extendido que da cobijo a un cuarto de sabrosos langostinos y una pequeña bolsa de colines, un rico pan tostado que solamente he visto en la capital andaluza.
Miré a la gente que bebía y consumía distraídamente. Quise reconocer a alguien; fue como volver atrás en el tiempo y ver que sólo mi deseo quería moverse. Todo estaba cambiado, hasta las gambas eran otras.
Al salir, unos metros más adelante, paré otra vez y tomé asiento en un velador del bar Entre Mares donde hice acopio de algo sólido. Después continué el paseo entrando en aquel gran parque. Sentí paz viendo jugar a los niños y contemplando picotear el suelo a aquellas confiadas palomas mientras buscaban afanosamente algo de comida. Fueron instantes de sosiego en los que el ánimo se tornó más dulce y sereno llenándose, al mismo tiempo, de energía positiva.
Hacia veinte años que no pisaba aquel suelo; la animación iba en aumento y ya, antes de entrar, las personas, reunidas en miles, pululaban festivas canturreando y haciendo sonar sus trompetas, tambores y tracas.
El ambiente era digno de contagio y hacia que en el interior comenzase a tomar cuerpo un afán desmedido de triunfo.
La fina lluvia desapareció sin que nadie tuviese certeza. No llegó a cuajar del todo y el campo, como una alfombra tapizada, ofrecía un aspecto maravilloso.
Los graderíos, totalmente llenos, despedían calor por todos lados, al igual que los colores que se dejaban ver, el verde y el blanco que simbolizan una eterna esperanza. Luego, comenzó la contienda. Palmas y aplausos, vítores, mucha presión y algo que sobresalía con diferencia, el empuje de una fiel afición que derrocha coraje y ahínco por todos los extremos y que está allí para levantar y animar de un modo único.
Al acabar, en la mente de aquellos seres, sin tiempo para el desánimo, quedó grabada una frase; será otro año, pero no les abandonará la ilusión, algo que llevan impreso.
El viaje de vuelta, como la mayoría de ellos, se hizo más corto porque realmente había poco que celebrar.
autor Fermosell m.s.
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